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7.2.12

Primera Estación


La primavera había llegado con el canto de los pájaros, y el muchacho de cabellos tan rojos como el fuego había salido a celebrarlo, tocando con su flauta una alegre melodía, acompañando a los dulces pajarillos. Su madre le había dicho: "Cuídate mucho, portate bien y no comas nada, que puede ser peligroso".

El muchacho no hizo caso. Era la mejor estación del año, la primavera.
Estuvo hasta el medio día brincando, bailando y tocando la flauta dando la bienvenida a la primavera, cuando se fijó en algo extraño.
Todos los árboles habían florecido, excepto uno que se cernía sobre los demás como una sombra amenazadora. Sus ramas estaban secas, su tronco se retorcía y sus raíces eran como una mano que agarraba la tierra, casi arrancándola, pero lo más curioso era que de ese árbol colgaban unos brillantes y redondos frutos rojos, como su cabello.
Esos frutos parecían mirarlo y parecía que le gritaban: "¡coge a uno de nosotros y cómetelo!".
El muchacho se acercó a ese árbol, se apoyó en una de sus raíces, se inclinó y cogió uno. 
A continuación se tumbó en el suelo con la espalda apoyada al árbol y contempló la manzana, absorto con su hermoso color.
Por un instante creyó ver reflejado en él el rostro de un niño pequeño que flotaba, pero hizo caso omiso y mordió el fruto. De su interior brotó sangre, pero como el muchacho no sabía qué era aquel líquido rojo siguió comiendo, pues el sabor se le antojaba extraño pero delicioso.
Cuando terminó su manjar se quedó durmiendo plácidamente a la sombra de aquel siniestro árbol.
Se despertó por la tarde, molesto, pues el estómago le dolía con rabia. Sintió sus entrañas moverse, y una mano pequeña queriendo salir se abrió paso a través de su vientre.
El muchacho chilló de agonía, pero cuando su inquilino salió, su dolor cesó. Todo había terminado para él.
Una niña pequeña, casi un bebé, se deslizó del interior de aquel individuo y se alejó gateando.

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