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1.2.12

Una Historia Hecha Pedazos

Érase una vez, en un remoto país, un rey y una reina que tenían una hija.
Desde que era muy pequeña sus padres la habían obligado a llevar una máscara, que aunque era de oro puro y estaba decorada por todo tipo de joyas, no le gustaba en absoluto. La llevaba en público y en privado, e incluso cuando se iba a dormir.
***
Pero la niña era muy lista, y había estado planeando desde hace mucho tiempo cómo quitarse la máscara. Lo había intentado todo, hacer palanca, golpeándola... pero nada funcionaba. Sólo la podría abrir con una pequeña llave dorada que la reina guardaba siempre colgada del cuello.
Una noche que los reyes dormían, la pequeña encargó a su sirvienta que cogiera la llave -a pesar de que sabía que si la descubría haciéndolo la mataría- y se la llevara. Afortunadamente la reina no se despertó y le pudo entregar la llave a la princesa. En seguida quiso quitarse la máscara, la introdujo en la cerradura y sonó un "clack" que a la niña le supo a gloria.
Ahora solo quedaba una pequeña cosa que la niña debía solucionar: ¿Cómo haría para que sus padres no descubrieran que se había escapado?
Miró a la sirvienta -que tenía su misma edad-, y le preguntó si le gustaba su habitación, sus juguetes y los manjares que comía cada día. La sirvienta dijo que sí, y sin pensarlo dos veces le puso la máscara y su pijama y ella se vistió con los harapos.
***
La pequeña salió a la calle, dispuesta a ver todo aquello que desde siempre la había maravillado -puesto que ahora que no llevaba la máscara lo disfrutaría aun más-, pero se llevó una enorme sorpresa al ver que las cosas no eran exactamente como solía verlas.
Donde vio un inmenso jardín, con árboles tan altos que tapaban el sol y el sonido de los pájaros que cantaban alegremente en sus copas, ahora solo era un pequeño parterre de hierba con un solo árbol en medio de un mar de asfalto.
Continuó caminando y se encontró con uno de los hombres a los que sus padres le habían presentado. Era el alcalde de una ciudad que no conseguía recordar, pero sí se acordó de que ese hombre solía llevarle caramelos y dulces cada vez que iba a su casa. Quiso ir a saludarlo, pero vio que estaba haciendo algo extraño y decidió esperar y ver. El hombre importante se acercó a una señora, le besó la mano y le llamó la atención sobre algo que pasaba a su espalda; la dama se giró y el Hombre Importante le robó el monedero del bolso.
"¡Qué vergüenza!", pensó; "informaré a mis padres de lo ocurrido, pero antes seguiré explorando".
***
Un poco más alante recordó que sus padres  habían inaugurado un viejo y lujoso edificio que le había encantado, así que decidió acercarse para volver a verlo. En cuanto llegó quiso irse de allí.
No sabía cómo no se había dado cuenta antes en toda la gente  que se encontraba pidiendo en las calles, y las muchas familias que vivían en callejones, hambrientos y muertos de frío. Por no hablar de la numerosa cantidad de hombres y mujeres bien vestidas y arregladas que pasaban por delante de ellos sin prestarles la más mínima atención, justo igual que ella cuando llevaba la máscara. No era justo.
***
Aquella imagen tampoco le gustó; parecía que todo lo que había visto con la máscara era bueno y hermoso, pero solo lo parecía.
Comenzaba a pensar que no había nada en el mundo que mereciera la pena, y se estaba arrepintiendo de haberse marchado de casa.
Había tomado una decisión: iría a casa y se volvería a poner la máscara. Aunque quizá ahora que había visto que todo era mentira, le sería muy difícil volver a verlo todo como antes.
La pobre princesa estaba desesperada. Se sentó en la calle sola, con frío. No sabía qué hacer, por lo que se echó a llorar.
Cuando empezaba a pensar que todo estaba perdido, notó que una cálida y delicada mano le apartaba el pelo de la cara. Levantó la mirada y vio que era una hermosa mujer. "¿Por qué estas aquí tan sola? ¿Y tus padres?", preguntó. "No tengo" respondió la niña. "Debes estar helada y hambrienta. Ven, te prepararé algo y te pondré ropa caliente". Le tendió la mano y la princesa la tomó sin dudar un momento.
Aquella mujer la llevó hasta un caserón en medio del campo. Era precioso, y estaba rodeado de flores de todos los colores. Tenía además un gato blanco que recibió a la niña con alegría.
La mujer le puso ropa nueva y le hizo de comer algo rico y calentito, mientras le contó que ella tuvo una hija pero que a su edad murió a causa de una enfermedad.
La princesa le preguntó si es que no estaba triste -porque todo cuanto había en su casa, e incluso ella misma era alegre-, y la mujer le respondió algo que la niña jamás olvidaría: 
Le contestó que no podía mirar solamente las cosas malas de la vida, porque entonces se olvidaría de las buenas.
La princesa decidió quedarse en su casa como su hija, y ambas, mujer y niña, fueron felices; al menos el resto de su vida.

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