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28.2.12

Cuentos de Mamá-Pájaro: DOS

El primero de esos hijos era una niña que descendió del árbol cuando tenía cerca de 20 años y llegó al mismo pueblo en el que vivió su madre.
Tenía el mismo rostro que la mujer pájaro, así que la gente del pueblo la temió en un primer momento, mas decidieron esperar a ver qué pasaba con ella.
Trabajó duro y se compró una casa muy bonita. Era bastante enérgica, no estaba hecha para descansar. Se levantaba temprano y no paraba de hacer cosas hasta las tantas de la noche.
El pueblo entero estaba bastante contento con ella, hasta que salió a la luz no de los dones que había heredado de su madre: podía hablar con las aves. 
El temor volvió a apoderarse del pueblo, así que entraron de noche en su casa y la raptaron, encerrándola en una especie de sanatorio en una habitación en el sótano, sin ventanas y con una sola puerta y sin más mobiliario que una cama de hiero.
La muchacha no estaba acostumbrada a estar encerrada; era como un pájaro, nació para ser libre, así que  gritaba día y noche para que la sacaran de aquella claustrofóbica habitación.
Era insoportable para ella no poder ver la luz del sol, no poder respirar aire fresco y comenzó a volverse loca.
Para controlarla mejor la ataron a la cama y la mantuvieron drogada. Pero eso fue mucho peor para ella, porque al igual que su madre sufrió una transformación: no estaba acostumbrada a estar quieta y sin hacer nada  todos los días, y mucho menos a estar tranquila, por lo que su piel se fue estropeando, endureciendo, arrugando; cambiaba de color, se retorcía y se fundía con la cama.
Era lenta y pesada, por  lo que la droga ya no era necesaria. 
Su cabello también se endureció y se transformó en ramas. Sus pies eran como raíces que cubrían su lecho, el cual ahora parecía ser una extensión de su cuerpo.
Los médicos no entendían qué pasaba. La joven crecía más y más cada día, tanto que llegó a destrozar el sanatorio. Mucha gente murió aplastada por sus ramas y sus raíces. Ella seguía viva. No hablaba, pero sí respiraba a través de unos pesados pulmones de corteza de árbol, una corteza que cubrió por completo su cuerpo -a excepción de su rostro- y una buena parte de la cama, aunque se seguían distinguiendo los hierros y algunas partes acolchadas.
Pasó el tiempo, y la muchacha, cansada y adormecida seguía creciendo, y siguió y siguió, hasta que alcanzó la altura de  una montaña enorme y destruyó la ciudad por completo.
Ya no quedaba nada del pasado de su madre -una madre que jamás conoció-; tan solo el sufrimiento de una hija.

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