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15.4.13

1. En la Madriguera del Conejo.

Me encontraba tranquilamente a la sombra de un viejo olivo una calurosa tarde de domingo. Me había llevado los apuntes de clase para estudiar tranquilamente, ya que al día siguiente tenía un importantísimo examen en la universidad. No había tiempo que perder. Era un tema complicado el que trataba, y ni siquiera la presencia de mi perra Dina podía hacer que perdiera  la concentración en mis estudios.
"Las partes en las que se divide el discurso son cinco..."
No había manera de recordarlos; los había leído mil veces y no se me quedaban en la cabeza, así que miré al frente y suspiré con desesperación, cuando vi un conejo blanco de ojos rosados y ataviado con chaleco que brincaba de un lado para otro consultando su reloj de bolsillo y decía: "¡Oh, pero qué tarde es! ¡Muy muy tarde!". 
Lo primero que pensé era que estaba sufriendo algún tipo de alucinación provocada por el calor y el estrés de tener que estudiar algo de lo que no me enteraba. Primero miré a mi alrededor para observar a la gente y nadie parecía prestarle atención al curioso roedor; luego bajé la cabeza para mirar mi reloj y ver si realmente era tan tarde, pero solo eran las cuatro y cuarto de la tarde.  Me remojé la cara con el agua que llevaba, bebí y volví a levantar la vista. El conejo blanco seguía allí y se dirigía a unos arbustos al pie de un árbol.
Cansada de esa absurda imagen decidí acercarme para ver lo que sucedía y así convencer a mi mente de que no había allí ningún conejo blanco. 
Efectivamente cuando llegué el conejo blanco no estaba, pero allí escondida había una madriguera.
"Qué típico!, pensé, y me dispuse a dar la vuelta para volver a mis quehaceres. 
Algo que venía del interior de aquel agujero me hizo regresar: era un eco que se escuchaba, la voz del conejo agonizante y alarmado que gritaba sin cesar "¡por los huevos de pascua y mis patitas peludas! ¡La reina me va a matar!".
Me acerqué más para ver si veía dónde acababa aquel hoyo, pero todo estaba muy oscuro. Debí asomarme tanto que apoyé un pie demasiado cerca del borde, resbalé y caí a su interior. 
"¡Odio los agujeros pequeños! ¡Y odio la oscuridad!", pensé mientras caía. 
Lo curioso -aunque no lo único curioso- es que al momento se encendió una luz -una lámpara de pie, de hecho- que estaba por allí flotando y pude ver el agujero a mi alrededor -que era mucho más grande de lo que en realidad se veía en el exterior-: las paredes estaban recubiertas de viejos cuadros, estanterías llenas de todo tipo de objetos y espejos, y a mi alrededor flotaba otro tipo de mobiliario como lámparas, sillas, sillones, escritorios...
Finalmente me di cuenta de que estaba cayendo increíblemente despacio.
"Me siento ridícula", dije en voz alta. 
Pasado un tiempo por fin caí sobre un montículo de hojas que amortiguaron mi caída. Mi primera reacción fue de dolor, pero al ver que no sentía nada y que me encontraba perfectamente me levanté de un salto y miré a mi alrededor.
No podía volver por donde había venido porque ni siquiera se veía la salida; delante de mí había un largo pasillo -la única salida posible- así que lo seguí. Otro suspiro salió de mis labios, porque era increíblemente largo y yo ya me preguntaba cuánto más seguiría. "Tengo que ponerme a estudiar", pensé, "no es momento para tonterías. A ver si encuentro unas escaleras pronto y me largo de aquí cuanto antes". 
Pero en lugar de escaleras lo que encontré al final de ese pasillo fue una puerta que me llevó a una sala circular rodeada por más puertas y en frente una larga cortina. 
"¿Qué clase de tarado demente habrá construido un lugar así?".
Me percaté de que había una mesita de cristal y sobre ella una diminuta llave. La probé en todas las puertas, pero no encajó en ninguna porque las cerraduras eran demasiado grandes. Me puse furiosa y lancé la llave a la mesa. 
Pronto me di cuenta de que esa cortina debía ser la clave sin duda. La aparté y allí estaba: una puertecita con una cerradura del tamaño perfecto para introducir aquella llave. En efecto, la puerta se abrió y pude ver el parque en el que había estado aquella tarde, pero por allí no pasaba ni mi cabeza. Intenté romper la puerta, la apaleé, la pateé... pero no sirvió de nada. Mi vista se volvió a posar en la mesita y esta vez había en ella un botecito de cristal con un líquido rosado en su interior y un cartel que decía "BÉBEME". Para ese entonces ya estaba segura de que alguien me estaba tomando el pelo.
"¡Muy bien! ¿Quieres que beba?", grité. "Pues ya estoy bebiendo, ¿lo ves?". Apuré el contenido de la botella -que sabía muy bien, como a macedonia de frutas. y la dejé en la mesa. "Ya está, ¿y ahora qué?".
Fue terminar de decir aquellas palabras y sentí un extraño hormigueo en las extremidades. Miré hacia abajo y el suelo cada vez estaba más y más cerca.
"Oh, esto no puede ser bueno". 
En un abrir y cerrar de ojos tenía el tamaño de una Barbie y la ropa me quedaba grande, así que adapté la camiseta que llevaba a mi cuerpo como pude y fui, contenta, a la puerta; cogí el pomo... y mi sonrisa se desvaneció en cuanto comprendí que me había dejado la llave encima de la mesa. 
Maldije una y mil veces mi suerte, traté de llegar a la superficie, pero era demasiado resbaladiza. Cuando ya me resigné y me senté para pensar en una manera de salir de allí, apareció por arte de magia -sé que es algo precipitado decirlo así, pero no encuentro ninguna otra explicación- un cofrecito también de cristal; en su interior había galletas con la palabra "CÓMEME" dibujada con pasas.
"No me gustan las pasas, pero si la bebida me hizo encoger quizá esto me haga más grande". 
Tomé una entre mis manos y la mordí con inseguridad. Tuvo en mí el mismo efecto de hormigueo inmediato, solo que esta vez me di con el techo en la cabeza y estaba totalmente desnuda. 
"Al menos no hay nadie por aquí que me vea". Me sentí ridícula y desgraciada. No soporto los espacios pequeños y cerrados, y el estar atascada no ayudó lo más mínimo. 
Miré en todas direcciones buscando algo con lo que taparme. Solo encontré la gran cortina, así que me la puse por encima como pude. Pensé en mi situación y no pude evitar agobiarme:
"Mañana tengo un examen muy importante de la universidad y no solo no lo voy a poder hacer, sino que voy a morir aquí sin que nadie sepa dónde estoy, atascada y tapada con una cortina..."
"¡Pero qué tarde es! ¡Por todos los hurones! ¡Por el regaliz rojo y los caramelos! ¡Voy a llegar tarde!".
Esa voz que sonaba a mis pies era la del conejo blanco.
"No me puedo creer que vaya a hacer esto..." me dije. "Perdone, señor conejo, estoy un poco atascada y perdida y me preguntaba si usted me ayudaría a salir de aquí". 
El conejo -curiosamente- no parecía que se hubiera dado cuenta de mi presencia, así que cuando le hablé y miró hacia arriba se asustó y se marchó, dejando caer sus guantes y su abanico al suelo. 
"¡Eh! ¡Eh! ¡Espere, no se vaya!", le grité con desesperación. Ni siquiera mi última esperanza -o mi último conejo- me sirvió de ayuda y me puse a llorar.
Era extraño que yo me pusiera a llorar, dejé esas cosas hace muchos años, pero en aquellos momentos me sentía verdaderamente apenada.
Mis lágrimas eran tan grandes que en seguida se formó un enorme charco a mis pies. Cogí los guantes y el abanico antes de que se hundieran del todo y por alguna extraña razón eso me hizo encoger de nuevo. El problema es que me hice tan pequeña que ese charco era un mar entero para mí. No tenía otra alternativa, así que me puse a nadar y a nadar...

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