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9.11.11

La Gente sin Rostro


Su hermana le daba los buenos días cada mañana al despertarse, y desde ese primer momento no se separaban hasta que se iban a dormir, y así un día tras otro.

Lo hacían todo juntas, jugaban, paseaban, comían, dormían e incluso iban al mismo colegio aunque su hermana era mayor que ella. Había más cosas que las diferenciaban a parte de la edad: ella era más inocente, más impulsiva y más despreocupada, mientras que su hermana era sensata, cuidadosa y precavida.
Pero, ¿quién era ella?
Su nombre era Valentina. Pasó a vivir con su hermana mayor en casa de su abuela cuando sus padres murieron. Desde entonces era su hermana la que cuidaba de ella.
La acompañaba a todas partes y la protegía para que no se metiera en ningún lío –aunque Valentina siempre conseguía hacer algo a espaldas de su hermana –, y de esta manera pasaban un día tras otro: de casa al colegio, del colegio a casa, por la tarde deberes y luego a dormir. Los fines de semana cambiaban la rutina; por la mañana ayudaban a la abuela a limpiar la casa, y el resto del día lo dedicaban a jugar a las muñecas, estudiar y pasear.
Y así semana tras semana.
A estas alturas podréis imaginar que la vida de estas dos hermanas era de lo más normal. Entonces –pensaréis–, ¿qué es lo que merece la pena contar de ellas? ¿Qué debemos saber de sus vidas?
Bueno, cuando se cuenta una historia siempre hay algo que decir.
Las cosas iban muy bien entre las dos hermanas. Pero, como todo el mundo sabe, cuando las cosas ascienden siempre hay algo que las hace caer en picado.
Una tarde de sábado estaban caminando las dos niñas por la calle, cuando llegaron a un cruce. Como ya he dicho, Valentina era muy descuidada y cruzó cuando el semáforo estaba en rojo. Un coche se acercaba a toda velocidad, y su hermana mayor, que siempre cuidaba de ella, la empujó. El coche la atropelló en lugar de a Valentina. Ésta se asustó, y fue a socorrerla.
Al principio la miraba, respiraba fuertemente y con dificultad e incluso intentó acariciarle la cara, pero en seguida dejó de vivir.
“Se ha olvidado de cómo respirar”, pensó Valentina.
Llegó mucha gente desconocida que se situó alrededor de aquel cuerpo inerte. Valentina no supo qué hacer. Su hermana ya no sabía respirar, y posiblemente era demasiado tarde como para volver a enseñarle.
Valentina veía ahora el mundo a través de otros ojos.
Esa gente que trataba de ayudar, los que gritaban alarmados, pronto fueron diferentes: sobre su cabeza, en el cielo, las nubes formaron un rostro claramente reconocible, el de su hermana, que la observaba con tristeza y lloraba, y fue entonces cuando esas lágrimas –“lluvia”–, fueron borrando poco a poco las caras de la gente, para siempre.
Solo había allí una persona cuyo rostro Valentina podía reconocer; era el de un chico, un joven que no gritaba ni gesticulaba como aquella Gente sin Cara.
Valentina al instante sintió curiosidad por él. Estaba tranquilo, pero inspiraba alteración. Para la niña, aquel muchacho tenía el efecto contrario que en ella solía provocar su hermana.
En resumen, el chico le llamaba la atención.
Corrió hacia el lugar en el que se encontraba, pero cuando llegó allí no había nadie. Creyó que había sido producto de su imaginación y deambuló por las calles entre la Gente sin Cara hasta llegar a casa de su abuela –la que, por supuesto, también había quedado sin rostro–. Le anunció lo sucedido e inmediatamente fue a encerrarse en su cuarto a llorar.
Valentina hizo lo mismo.
En un arcón a los pies de su cama guardaba sus “tesoros”, cosas extrañas que le habían llamado la atención. “Como aquel chico que vi en el accidente”, pensó ella. Entre estos tesoros se encontraba un muñeco –“defectuoso”, le gustaba pensar– con una cara en cada palma de la mano y sin cabeza; una bola de nieve con una bailarina en su interior; la dentadura que un anciano se había dejado en un bar; un trozo roto de papel de pared; y por último, su favorito: un ojo de cristal en el que aseguraba que podía ver a través de los ojos de la gente, aunque nunca sabía a través de quién podía ver ni en qué momento de sus vidas transcurrían aquellas visiones.
Muchos de estos objetos los había conseguido de maneras divertidas, como por ejemplo, la dentadura; su hermana la regañó el día que la cogió, le dijo que debía dejarla al camarero por si regresaba el anciano, pero Valentina se la quedó en un momento de despiste. En cuanto al trozo de papel, sucedió un día que la humedad había hecho aparecer en la pared del salón la cara de un hombre que sufría; Valentina se rió porque le pareció gracioso, pero su abuela hizo la señal de la cruz y se marchó atemorizada; su hermana de nuevo la reprendió porque no estaba bien reírse de algo tan serio, pero una vez cambiaron el papel de la pared, la niña lo cogió de la basura y se lo quedó para sí.
Puso todos estos objetos en semicírculo frente a ella y los observó unos segundos en silencio:
“¿Qué pasa?”, quiso saber la mano derecha del muñeco.
“Mi hermana ha muerto”, contestó la niña.
“¿Y qué? Tanto me da…”, dijo la mano izquierda.
“Es que no se qué hacer sin ella”.
“¡Qué lástima! ¿Qué le pasó?”, preguntó de nuevo la mano derecha con interés.
“Simplemente se olvidó de respirar”.
“El cementerio está lleno de gente que se olvidó de respirar…”, intervino el rostro del papel pintado.
“Eso es verdad”.
“¿Qué piensas hacer entonces?”, preguntó la dentadura.
“Es que yo ya no pienso nada. ¿Sabéis qué podría hacer?”
“Cuidar de tu abuela”, sugirió la mano derecha.
“Seguir a tu hermana; olvídate de respirar”, sugirió la mano izquierda.
“Busca al chico del accidente”, intervino la cara en el papel pintado. “Utiliza el ojo de cristal”.
¡Claro! ¡El ojo de cristal! Él podía encontrar al Chico Guapo con Cara.
Valentina cogió el ojo con ambas manos y lo agitó: “¡Enséñamelo!”.
Lo que vio en el ojo fue a ella misma mirando el propio ojo. Enfadada, lo tiró y se dispuso a meter a los demás cuando llegó a su bailarina.
“¿Qué opinas de todo?”.
La bailarina se encogió de hombros y la miró fijamente. Luego comenzó a marchar en el sitio.
“¿Crees que debería seguir como hasta ahora?”
La bailarina asintió.
Este fue el consejo que más le gustó a Valentina, así que guardó la bola en su sitio y decidió que eso era lo que iba a hacer.
Pasó los días como había hecho hasta entonces con su hermana: iba al colegio, regresaba a casa, hacía sus tareas y jugaba; sin embargo, aunque había intentado que las cosas fueran como antes, nada era igual, era distinto, era extraño.
Un par de días después del accidente, Valentina había experimentado un picor muy fuerte en la cabeza, justo detrás de la oreja izquierda, y en las semanas que habían pasado no había dejado de rascarse. Lo peor era que cuando más le picaba era cuando tenía cerca al Chico Guapo; lo cierto es que la había visitado muchas veces, y siempre le sugería cosas divertidas para hacer –aunque sin hablar, él nunca abría la boca–, como por ejemplo, aquella vez que metió un gato negro muerto en el cajón de su maestra. Fue muy divertido verla saltar de su asiento y gritar.
En otra ocasión, se aburría tanto una tarde que se fue a pasear. En un callejón se encontró a un hombre que dormía muy profundamente rodeado de porquería y cucarachas. Entonces, el Chico Guapo le puso en las manos una navaja y aguja e hilo, lo que en seguida inspiró su imaginación: le abrió el estómago al hombre, lo llenó de insectos y luego lo cosió. Cuando se despertó se puso a gritar y correr, y se notaba el movimiento de aquellas criaturas corriendo por su cuerpo. ¡Qué divertido fue!
Valentina continuaba jugando con sus juguetes, pero el que se había convertido en su favorito era aquel muchacho, aunque la cabeza le picara mucho más, y llegó un momento en el que no disfrutaba tanto de los juegos que le proponía.
Se miraba constantemente en el espejo para ver si tenía algo, pero nada.
Un día llegó a rascarse tanto la cabeza que su mano apareció cubierta de un líquido rojo extraño. Lo probó para ver qué era, pero aquello tenía el mismo sabor que la cadena de plata que le regaló su abuela.
Ya no podía aguantarlo más, el picor la irritaba tanto que cogió unas tijeras y se cortó el pelo que tenía justo detrás de la oreja, pero tampoco eso lo solucionó.
Mientras tanto, su abuela estaba cada vez más triste. Valentina tenía claro que lloraba día y noche porque echaba mucho de menos a su hermana, por lo que salió un rato a la calle para caminar entre la Gente sin Cara, cuando apareció de nuevo el Chico Guapo. La tomó de la mano y la guió. Valentina se dejó llevar, porque aquel muchacho siempre la llevaba a una solución.
Pro supuesto, así hizo. La llevó al cementerio en el que estaba enterrada su hermana y le señaló su tumba. En seguida comprendió lo que pretendía decirle.
Llegó a casa y vio a su abuela en el salón, lo cual le vino muy bien porque pudo llevar a su hermana a la habitación sin que ella lo supiera. Una vez hecho, llamó a la abuela y le dijo: “ya no tienes que estar triste, abuela, mi hermana estará contigo y te hará compañía”.
Al parecer la abuela se horrorizó de ver el cuerpo sin vida de su nieta descomponiéndose sobre su lecho, porque gritó y quiso huir. Valentina la golpeó en la cabeza para dejarla inconsciente y la ató a la cama junto a su hermana. “Pobrecita”, pensó ella, “su cabeza la ha abandonado, pero aquí estoy yo para cuidar de las dos”. El Chico Guapo con Cara apareció a su lado y le acarició el pelo para que supiera que había hecho un buen trabajo, pero la cabeza picaba más.

Se fue tranquila a su habitación para jugar con sus tesoros. Los puso frente a ella y les habló:
“Ahora tengo que cuidar de mi hermana y mi abuela, porque a la pobre la ha abandonado su cabeza y ya no sabe hacer las cosas”.
“¿Ha vuelto tu hermana?”, preguntó la dentadura.
“Sí, pobrecita, debía estar muy incómoda allí donde estaba, era un hueco muy pequeño y muy frío”.
“Tu podrás ayudarlas, así no tendrán que estar en un lugar como ese”, dijo la mano derecha.
“No, tu sola no podrás ayudarlas y tendrán que irse a vivir bajo tierra”, dijo la mano izquierda.
“Como las zanahorias”, declaró la mano derecha.
“Como los repollos”, explicó la mano izquierda.
“¡Basta ya, me mareáis!”, exclamó el rostro del papel pintado.
Durante aquella conversación, Valentina no paró de rascarse la cabeza. Ya no podía más, sentía que quería coger un cuchillo de la cocina para sacar lo que la molestaba. No había podido dormir ni una sola noche desde que le dieron aquellos picores.

Tiró sus tesoros al interior del arcón, sin el cuidado que la caracterizó en un pasado, y salió a la calle para ver si caminar entre la Gente sin Rostro la calmaba, pero nada consiguió que el picor abandonara su cabeza, y de nuevo el líquido rojo que sabía a metal se derramó.

Hasta que simplemente ya no le picó más.
Frente a ella apareció en Chico Joven y Guapo, hizo una reverencia y le tendió la mano. Comenzó a sonar una melodía –aunque no podía decir con seguridad si sonaba de verdad o venía del interior de su cabeza–, y el Chico Joven con Cara bailó delicadamente con ella. Mientras lo hacían, se elevaron hasta alcanzar casi la altura de los edificios.
Era la primera vez en semanas que se sentía plenamente bien, liberada. El Chico le sonreía, y se perdió justo en la comisura de dicha sonrisa que se torcía y se volvía demente, disparatada y extraña.
En un cambio de ritmo de la canción, los Hombres sin Rostro que deambulaban por la calle bajo sus pies hicieron una reverencia a las señoritas y bailaron también.

Valentina olvidó que una vez tuvo una hermana, y pensó que quizá lo que era normal –o por lo menos lo que la gente consideraba normal– no existía o murió hace mucho tiempo.